

El veto presidencial a la ley de financiamiento universitario no es un simple trámite institucional: es un gesto político contundente que vuelve a poner en tensión la relación entre la Casa Rosada y el Congreso. Javier Milei decidió cerrar la puerta a una norma que había sido respaldada por una amplia mayoría en Diputados, aunque lejos de los dos tercios necesarios para sostenerla frente a la resistencia del Ejecutivo.
El proyecto, nacido del acuerdo entre un sector del radicalismo y los rectores del sistema universitario, buscaba blindar los presupuestos frente a la inflación, garantizar mejores salarios para docentes y no docentes, y ampliar el acceso a becas. Una iniciativa que, en términos simbólicos, representaba la defensa de la universidad pública como espacio de inclusión y desarrollo científico.
El Gobierno, sin embargo, leyó la propuesta desde otra lógica: la del déficit. En su argumentación, señaló que implicaba un gasto adicional superior al billón de pesos para 2025, sin financiamiento a la vista, y que además contradecía la Ley de Administración Financiera. La visión de la Rosada es clara: cualquier intento de ampliar derechos o reforzar instituciones debe pasar antes por la prueba de la caja.
La oposición ahora debate si forzar una sesión especial para intentar revertir el veto. Pero los números son fríos y, en este caso, implacables: los 158 votos obtenidos en Diputados están lejos de los dos tercios que exige la Constitución. Difícilmente la aritmética cambie en apenas unos días.
El episodio deja, sin embargo, una lectura más amplia: el modelo de país que Milei pretende consolidar confronta de manera directa con una de las instituciones más valoradas de la democracia argentina. La universidad pública, históricamente motor de movilidad social y prestigio internacional, aparece aquí reducida a una “variable de ajuste”. Y lo que se debate en el fondo no es sólo una partida presupuestaria, sino el lugar que el conocimiento, la ciencia y la educación deben ocupar en el proyecto nacional