

El Indec confirmó lo que muchos analistas venían anticipando: la inflación parece haber encontrado un “piso” en torno al 2% mensual. Agosto cerró con un 1,9% de aumento en los precios, el mismo número que en julio, y con ello el índice acumula 19,5% en los primeros ocho meses del año y 33,6% en los últimos doce.
La noticia puede leerse como una señal de estabilidad, especialmente luego de un 2024 marcado por la volatilidad. Sin embargo, la calma estadística no necesariamente se traduce en alivio cotidiano. La suba de combustibles y vehículos empujó al rubro Transporte hasta el 3,6%, mientras que bebidas alcohólicas y tabaco crecieron 3,5%. En el otro extremo, los consumidores encontraron un respiro en indumentaria, que incluso marcó una leve baja del 0,3%.
Pero el verdadero termómetro social está en la canasta básica. Según el mismo informe, un hogar de cuatro personas necesitó $1.160.780 en agosto para no caer bajo la línea de pobreza. Es un 1% más que en julio y un 23,5% por encima del nivel de hace un año. La cifra no solo desnuda la fragilidad de los ingresos frente a los precios, sino que también reaviva la pregunta sobre la sostenibilidad del poder adquisitivo en un país donde la inflación, aunque más baja, sigue erosionando silenciosamente.
La estabilización de los precios es un dato que el Gobierno seguramente celebrará como un logro de su política económica. Pero en el terreno de la vida cotidiana, las familias siguen midiendo el ajuste en términos mucho más concretos: qué productos entran en el changuito y cuáles se quedan en la góndola. La brecha entre las estadísticas y la mesa de los argentinos, al menos por ahora, sigue siendo difícil de cerrar.